lunes, 11 de enero de 2010

EL PACTO

El siguiente es un cuento que narra una historia de ficción que tiene como escenario aquel torneo de 1979 que consagro a Unión como subcampeón y tiene como protagonista a un hincha tatengue que vivió de manera muy especial ese torneo y esa final.




Julio Pereyra nació en el verano de 1956 y por eso sus padres lo llamaron Julio Pereyra.
Pereyra, claro, iba a ser su apellido de todas maneras, por don Mario, su padre. En cambio, Julio se llamó por el exquisito Julio Ávila, el centrodelantero del Unión que batallaba en esos años en el durísimo campeonato de Primera B del fútbol argentino.
En ese verano Ávila estaba cerca de finalizar su segundo ciclo en Unión y venía de ser tricampeón de Colombia, con Millonarios. Don Mario lo admiraba por haber sido el primer jugador surgido en categorías de ascenso en ser convocado al seleccionado nacional argentino. Y, además, porque jugaba –y bien- en el equipo de su preferencia.
Pero Julio Pereyra en su barrio, Barranquitas Oeste, no es Julio Pereyra. Para sus vecinos, sus amigos y los hinchas que van a la cabecera de avenida López y Planes del estadio 15 de Abril, es simplemente “Avilita”. Por Ávila, por supuesto, el ídolo de su viejo.
Avilita, siguiendo el mandato paterno, es irremediablemente Tatengue. Quizás demasiado. Aunque ya no como jugador, tras un oscuro y breve paso por las divisiones inferiores.
Lo de Avilita es la militancia del tablón, del bar y de la calle, como ayer fue la del colegio, los potreros y de todo el tiempo, ocupado y libre.
A los 23 años, Avilita no tiene oficio, aunque su madre está igualmente orgullosa porque “el nene no tiene horario para ayudar a su padre en la verdulería”, según les cuenta a sus vecinas.
Claro que don Mario se quedó sin ayudante por unos meses porque Avilita “se olvidó de calmarse”, como explicaba a quien quisiera escucharla su madre, durante una pelea entre barras, cuando le reventó una botella en la cabeza a un hincha de Racing, luego de un partido jugado por la última fecha de la Zona A del campeonato Metropolitano 1979.
“El tipo se salvó”, narraba la mamá de Avilita, “pero de vez en cuando sigue viniendo el comisario del barrio a ver si lo encuentra al nene”.
Avilita, mientras el botellazo pasaba al olvido, debió pedirle refugio a su primo Daniel, que es de Colón, pero que con gusto lo recibió en su casa ubicada frente a la Plaza Flores, en diagonal a la iglesia, en la Buenos Aires aún torturada por ser sede y principal damnificada de un Estado terrorista.
Los primeros días de su “exilio” transcurrieron en un ambiente de jolgorio, por las luces de la calle Corrientes, alguna visita a La Bombonera, y la buena relación con su primo. Además, Unión había quedado eliminado del Metropolitano y no hacía falta su presencia en el estadio de la Avenida López y Planes.
El primer problema apareció con el inicio del campeonato Nacional. Sabía que no podría viajar a Santa Fe para no ser interceptado por la policía de su ciudad. Y para colmo, Unión sólo tendría tres partidos en Buenos Aires: frente a Independiente, Ferro y Vélez.
Y todo se complicó con la buena campaña del Tate. Avilita sentía que se le iba la vida sin ver a Unión en el 15 de Abril. Y el estar lejos de su tierra le provocó un aumento desmedido de su pasión, a tal punto que no se quitaba la camiseta rojiblanca ni siquiera para lavarla, y no tenía otro tema de conversación.
Daniel no tomaba muy en serio sus exageraciones de fanático, pero le gustaba hablar de fútbol con él. Y se sorprendía de la habilidad de Avilita para encontrar siempre algún tema nuevo para seguir conversando sobre Unión.
“¿Vos que estarías dispuesto a hacer si te aseguraran que Unión va a ser campeón?”, preguntó Daniel una noche. “Lo que sea”, respondió Avilita, que tras escucharse quedó pensando en esa frase. “¿Lo que sea? ¿Haría lo que fuera?”, se interrogó.
Se acostó pensando en eso, en lo importante que era Unión en su vida, cuando repentinamente el viento abrió con fuerza la ventana y le provocó una sensación rara, similar al miedo.
Luego de cerrar las dos hojas de la ventana volvió a acostarse e intentó dormir, pero no lo logró. “¿Estás despierto, Dani?”, preguntó. “Ahá”, contestó su primo, utilizando un tono que le hizo presumir que estaba dispuesto a seguir hablando, pese a que ya era medianoche.
“¿Vos, por Colón, le venderías tu alma al Diablo?”, le preguntó, con naturalidad, como quien consulta la hora.
“¿Qué? Pero dejá de decir boludeces Avilita. Es muy tarde para preguntarme semejante cosa. No gastes saliva diciendo algo así. ¿Acaso vos harías eso?”, reaccionó Daniel.
“Yo, por Unión, sí”, dijo con firmeza Avilita, molesto por el rezongo de su primo.
“Bueno querido, te la hago fácil: ahora dejame dormir y mañana, con más tiempo, tratá de contactarlo. Arreglá una cita con el Diablo”.
Daniel, sin pretenderlo, expresó una idea que a su primo le pareció genial.
Y al otro día Avilita se levantó inusualmente temprano, fue hasta el quiosco de avenida Rivadavia y compró el diario Crónica.
Mientras caminaba, se dirigió a las últimas páginas, las de los avisos clasificados. Leyó varios, hasta que uno le llamó la atención:
“Profesora Sonia, parapsicóloga. Muestro el rostro oculto de tu enemigo y todo lo puedo. No fallo jamás. No cobro hasta no finalizar con total éxito el trabajo requerido”.

Anotó en un papel el teléfono y la dirección, y comenzó a caminar por Rivadavia hacia el centro. Pensando en el paso que estaba decidido a dar, casi no se percató de las muchas cuadras que había recorrido, y se sorprendió llegando a Plaza Once.
Entonces cruzó Rivadavia, luego avenida Jujuy, e ingresó al bar La Perla. Volvió a pensarlo, esta vez apretando entre sus manos un pocillo de café, con la mirada perdida. Estaba convencido. Dejó un billete en la mesa, miró el papel y memorizó la dirección: Pueyrredón 347, segundo piso, departamento 9.
Tocó el portero eléctrico y desde arriba le abrieron la puerta, sin preguntarle quién era. Subió las escaleras y al llegar al segundo piso lo atendió, aún en el pasillo, un hombre de mediana estatura, con el pelo cubierto de caspa y vestido con una camisa azul muy gastada, aunque no tanto como el pantalón gris. De todas maneras, Avilita calculó que sumando los años de la camisa con los del pantalón, no llegaban a igualar la vejez de los zapatos negros que, con una pequeña hebilla deslucida cada uno, ocultaban los pies del recepcionista.
Al hombre, cuando hablaba, se le entendía bastante poco. Tal vez porque no abría la boca lo suficiente, aunque era entendible esa actitud porque disimulaba la ausencia de dos dientes debajo de un bigote finito.
El hombrecito lo guió hasta el departamento y luego lo condujo hasta una habitación en penumbras, dominada por una mesa redonda y grande, con un paño grana parecido al terciopelo, pero de inferior calidad.
Avilita se sentó, miró con curiosidad y cierta inquietud a su alrededor y esperó pacientemente la llegada de la profesora Sonia. La mujer, de unos 50 años, apareció pocos minutos después, por detrás de él, luego de atravesar una cortina de color azul.
La mujer estaba vestida con una camisa rojo brillante, que con su amplitud intentaba disimular –sin éxito- unos senos enormes, y una pollera negra que le llegaba hasta los tobillos. Al cabello lo usaba suelto y Avilita encontró atractiva la sensación de movimiento que, le pareció, tenía el pelo al caer libremente sobre los hombros de Sonia, tan negro y largo como era.
“Te escucho hijo. ¿Cuál es el motivo de tu visita?”, dijo la mujer, con un tono que pretendió ser maternal.
“Lo mío es simple”, se apuró Avilita. “Quiero hacer un pacto con el Diablo”.
La parapsicóloga no disimuló el sobresalto que le provocó el hecho de oír un pedido como ese. Pero se repuso y, hablando con marcadas pausas, quiso averiguar el motivo de un deseo de esas características. Se cuidó, igualmente, de no nombrar al Diablo, algo que a Avilita le resultó notorio, y hasta divertido.
“¿Qué te perturba tanto como para querer pactar con esa persona? ¿Acaso estás tan desesperado?”.
Sin darle la trascendencia que a la conversación sí le otorgaba la mujer, Avilita contestó lo que a él le parecía muy normal: “Quiero vender mi alma a cambio de que Unión de Santa Fe, mi querido Unión, salga campeón del Nacional 79. Nada me perturba, y sí, estoy desesperado por que eso ocurra”.
Doña Sonia, como la había llamado con desparpajo el muchacho, sonrió con nerviosismo y no dio crédito de la seriedad de la solicitud. Y se envalentonó: “Mirá nene, mi tiempo vale y no estoy para bromas. ¿Tu alma a cambio de que Unión salga campeón? Andá a embromar a la gente a otro lado”, le dijo, mientras se levantaba de la silla.
“No, no, no”, contestó Avilita, tomándola de un brazo. “Usted no va a ninguna parte. No es una broma. Quiero hacer lo que le dije y usted, doña, me tiene que ayudar”.
Ella, con muestras de fastidio en el rostro, volvió a sentarse y casi bramó: “Yo soy una profesional y tengo responsabilidades. ¿O vos creés que los parapsicólogos no rendimos cuentas por lo que hacemos? Yo no puedo ayudarte en esto porque, evidentemente, no tenés noción de lo que estás pidiendo. Ni idea tenés”.
El muchacho mostró allí su peor cara, generalmente oculta: la que lo revelaba violento, prepotente. “Bueno doña, voy a ser claro. Yo voy a vender mi alma, me ayude o no usted. Pero si me niega el camino, lamentablemente voy a tener que incluirla en una cláusula del contrato. Yo no quiero eso, pero...”.
El rostro de la mujer adquirió una forma extraña, se desfiguró. El terror dominó su cuerpo, y comenzó a costarle hilar frases, y hasta moverse de manera normal. “Está bien”, aceptó. “Te voy a dar algo, un libro, pero me tenés que jurar que jamás volverás a pisar este lugar, y que no me perjudicarás nunca”.
“Te lo juro por mi vieja,” la tuteó. “O mejor, te lo juro por Unión”, dijo mientras guiñaba un ojo, sin poder simular, igualmente, su nerviosismo.
La parapsicóloga cruzó la habitación, salió abriendo la misma cortina que le había permitido ingresar, y volvió un minuto más tarde. Tenía entre sus manos un libro muy antiguo, rodeado por un rosario de cuentas blancas, y sus dedos, apretados contra el pecho, sostenían un crucifijo de plata reluciente.
Miró fijamente a Avilita, le hizo una seña para que estirase sus brazos, y depositó en su mano derecha el libro, sin dejar ni el crucifijo ni el rosario. Al soltarlo, cuando él comenzaba a hojearlo, la mujer se persignó tres veces, mientras le decía que se fuera en ese instante. El muchacho acató el pedido y se despidió con una sonrisa entre agradecida y desafiante.

Avilita volvió al bar La Perla y pidió un café. Dejó el libro sobre la mesa, con la intención de observarlo con mayor detenimiento. Allí se percató de lo que estaba ocurriendo y tomó conciencia de que él mismo había atemorizado a una “bruja”, igual a las que a él aterraban un tiempo atrás.
Tenía en su poder ni más ni menos que un manual diabólico. Y no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.
El libro no tenía fecha de edición y tampoco conservaba la tapa. Por eso comenzaba en la página tres, donde sólo figuraba la palabra “grimorio”. Avilita no sabía qué significaba.
Ansioso, comenzó a buscar una ceremonia que le indicara cómo vender su alma. Y hasta tuvo tiempo para decepcionarse, porque muchas de las páginas estaban en un idioma que no conocía. “Debe ser latín”, aventuró para sí.
Hasta que llegó a la parte que lo entusiasmó. La que se iniciaba con una invocación a Satanás.
Decidió dejar eso para otro momento, tomó con lentitud el café, luego pidió otro. Pensó en Unión, en lo bien que había comenzado el campeonato, en lo maravilloso que sería verlo campeón. Pensó en su alma. Se preguntó para qué servía si sus ojos no podían ver a Unión en la gloria. No halló respuesta.

Durante unos cuantos días estudió minuciosamente el libro que le había provisto la bruja Sonia, hasta aprender cada paso de una ceremonia de entrega a Satanás. Luego dedicó una tarde a recorrer santerías, donde compró algunos elementos que se mencionaban como de vital importancia.
Tenía muy claro que efectivamente quería sacrificar su alma por un equipo de fútbol, el mismo cuyos colores su padre le había inculcado desde su nacimiento, pero era inútil engañarse a sí mismo. El miedo, por momentos inmanejable, estaba dentro de él tanto como su sangre.
Mientras, se preparaba para la ocasión. Decidió que concretaría el acto en un estadio de fútbol, a la medianoche. Eligió el de Ferro, por la cercanía y porque lo conocía perfectamente. Además, sus muros eran fáciles de saltar, a diferencia de otros como el de Vélez o el de River.
A esa altura del año, o lo que más le importaba, a esa altura del campeonato Nacional, Unión se encaminaba hacia la clasificación para la fase decisiva. Pero la lucha era intensa, por lo que pensó que no había ya margen para dudas ni tiempo por desperdiciar.
Y decidió que el momento había llegado, justamente en la noche del 30 de noviembre de 1979.
Cargó en su mochila el libro diabólico, una vela y una alfombra negras, y un mantel con signos satánicos que mucho le costó obtener. También disponía de una imagen del Bafomet, una calavera que hurtó del cementerio de la Chacarita, una daga y una campanilla. No consiguió, entre los elementos requeridos, un cáliz de plata, por razones de costos y porque tampoco se atrevió a robarlo de la iglesia de Flores, ubicada en diagonal a la casa de su primo.
Llegó al estadio unos diez minutos antes de la medianoche. El lugar estaba desierto y la luna, muy pequeña, apenas le permitía verse las manos. “Mejor”, pensó, sin poder librarse de una fuerte sensación de espanto que, sin embargo, no le impedía seguir adelante.
Extendió el mantel en un tablón que utilizó a manera de altar, y allí colocó todos los utensilios. A un costado acomodó cuidadosamente la alfombra negra. Una vez que todo estuvo listo, sintió deseos de persignarse, pero no lo hizo. Sonrió al pensar que tenía suerte de no haber iniciado aún la ceremonia cuando esa idea asaltó su mente. Se desnudó y se sintió preparado. Respiró profundamente y comenzó con la invocación:

“IN NOMINE DEI NOSTRI SATANAS LUCIFERI EXCELSI “

Luego, con la voz quebrada por el pánico y un dolor hondo en el estómago, siguió con la frase que había memorizado del manual: ”En nombre de Satanás, que rige el mundo y es el Rey de la Tierra, Yo ordeno a las Fuerzas de las Tinieblas, que me otorguen todos sus Infernales Poderes...”.
Su cuerpo, bien formado, se arqueaba y parecía próximo a quebrarse. Había elegido comparecer ante Satán desnudo ante la imposibilidad de hacerse de una túnica negra con capucha. No obvió bañarse en aceites perfumados del Líbano y admitió el ayuno y la prohibición de tomar alcohol.
Siguiendo con el ritual, se paró frente al altar y encendió la vela negra. Luego tomó la campanilla con su mano derecha y la hizo sonar nueve veces.
Repitió la invocación, y luego recitó una nueva oración:
"En el nombre de Satán, Señor de la Tierra, Rey del Mundo, ordeno a las fuerzas de la oscuridad que viertan su poder infernal en mí. Abrid las Puertas del Infierno de par en par y salid del Abismo para recibirme como su hermano y amigo. Concededme las Indulgencias de las que hablo”.
Allí levantó la cabeza y con los ojos cerrados manifestó la razón por la cual estaba dispuesto a entregar su alma:
“Por todos Los Dioses del Averno, ordeno que lo que yo digo ha de suceder... Que Unión de Santa Fe se consagre campeón del torneo Nacional 79 de fútbol. Por ese favor entrego mi alma a la causa de Satán. Sólo me reservo el derecho a renunciar a este pacto un minuto antes de que se concrete. Así sea”.
Luego, pidió a los demonios: “Salid y responded a vuestros nombres manifestando mis deseos”. Miró hacia el Sur y nombró a Satán, después giró hacia el Este y mencionó a Lucifer, posteriormente se desplazó hacia el Norte y dijo Belial, para finalizar de cara al Oeste invocando a Leviatán.
Con la presencia de los cuatro Príncipes de la Corona del Infierno, símbolo cada uno de los elementos fuego, aire, tierra y agua, extendió su saludo a cada punto cardinal utilizando la daga. Luego, sintiéndose mejor, ya sin el dolor en el estómago, ingresó en la parte en la que, según el libro, podía expresarse con libertad ante Satán.
Recordó que no debía engañar los Poderes de la oscuridad, por lo que se avino a admitir su miedo. Su estado era de somnolencia. Sin embargo, recordaba cada paso del rito y lo cumplió puntillosamente. Así, declaró su alianza con Satán, aseguró haber tomado su nombre como parte de sí mismo y se manifestó orgulloso de pertenecerle.
Luego solicitó “inteligencia y razón satánicas” y guía por el Sendero Siniestro. Además, pidió le abra las puertas de la Magia Infernal y le enseñe la Sabiduría Antigua.
Antes de la invocación final, saludó a Satán, a Lucifer, a Belial, a Leviatán, y a Todos los Espíritus con Nombre o Sin Nombre de las Profundidades del Abismo. Cuando dijo la frase “que ahora están conmigo”, cayó exhausto, y dormido. Sólo despertó al amanecer, cuando el ruido de la ciudad se iniciaba con las sirenas que desde las fábricas llamaban a sus trabajadores.
Se puso de pie, se vistió rápidamente y colocó en la mochila todo cuanto había llevado consigo. Saltó a la vereda, cruzó calle Avellaneda y en un quiosco que recién abría sus puertas compró un paquete de cigarrillos. Prendió uno y comenzó a caminar hacia Flores. Le pareció agradable hacerlo, y se sentía muy bien, como si nada hubiese sucedido.

Dos días después se jugó la última fecha de la primera fase del Campeonato Nacional. Unión logró clasificarse para la ronda decisiva del certamen al arribar segundo en la Zona A, con dos puntos menos que Vélez y la misma cantidad que Ferro y San Martín de Tucumán, equipos a los que superó por tener mejor diferencia de gol. Avilita vivió esa jornada con intensidad y por la noche fue a dormir agotado, pero con una enorme alegría.
En la madrugada escuchó que alguien pronunció su apodo y le formuló una pregunta. “Avilita, ¿estás feliz?”. Antes de contestar se manifestó confundido. No sabía si estaba despierto o si se trataba de un sueño. “¿Quién es?”, dijo.
Como respuesta encontró un reproche estremecedor, por el tono en que fue dicho y por lo que el muchacho comprendió antes de terminar de oírlo: “¿No me reconocés, Avilita?”.
“¿Satán?”, dijo, ya despierto y sentado en la cama. Mientras su corazón parecía dispuesto a romperle el pecho por dentro, tal miedo que sentía, Avilita miró hacia la cama de su primo y le sorprendió que éste durmiera tan plácidamente.
“Sólo vine a saludarte, luego de un día tan importante para ambos, como fue el de la clasificación”, dijo a continuación la voz. Esa frase le hizo comprender al muchacho que los alcances del pacto estaban en plena vigencia. Y las luces del amanecer lo encontraron sin haber podido conciliar el sueño siquiera un minuto más.
Avilita viajó a Santa Fe, por primera vez desde la pelea ante los hinchas de Racing, para observar el partido por cuartos de final frente a Talleres de Córdoba. El comisario del barrio ya no lo buscaba y su madre lo encontró algo extraño. Avilita no se emocionó demasiado por ninguno de los dos hechos, pero deliró con la goleada por 3 a 0 que Unión consiguió sobre los albiazules.
Y por supuesto que una semana más tarde fue a Córdoba, donde Unión perdió 2 a 0 pero se alzó con el pasaporte a las semifinales por haber marcado un gol más que su rival en la serie.
En el viaje de vuelta a Santa Fe Avilita pagó las consecuencias del cansancio acumulado durmiéndose en el micro. Aunque pocos kilómetros después de partir vio interrumpido su sueño. “Avilita, ¿te gustó la forma de llegar a las semifinales? ¿Sufriste?”, escuchó a lo lejos. “Quería llegar como sea. Y no sufrí porque sabía que así iba a suceder”, contestó. Y luego, aunque le costó, volvió a dormirse.
Distinta fue la llegada a la final, porque Unión ganó con comodidad los dos partidos ante Atlético Tucumán, y por idéntico resultado: 2 a 0. Además, tras vencer primero como visitante, la definición fue una fiesta para el pueblo tatengue, sin sobresaltos. Igualmente, Avilita recibió la visita de Satán, aunque el muchacho sólo pensaba en llegar a la final y prácticamente no se inmutó.
Lo único que tenía en mente era ganarle las finales a River, que llegó a esa instancia tras derrotar a los “canallas” de Rosario Central, y ver a su equipo campeón. Aunque en ello le fuera el alma. Al menos hasta ese momento no había experimentado deseos de rever el pacto. Lejos había estado de eso.
El 19 de diciembre de 1979, una de las noches más calurosas que se recordaban en Santa Fe en las últimas décadas, el estadio 15 de Abril fue una verdadera caldera. Por la temperatura y por la pasión que expusieron las hinchadas. La de Unión, con presencia mayoritaria, tenía como bandera una ilusión y deseo virginales: ganar un campeonato. Algo que los “millonarios”, dirigidos por Ángel Labruna, disfrutaban cada vez más seguido.
La salida al campo de juego, encabezada por Pablo de las Mercedes Cárdenas, siguió siendo recordada durante años por el bullicio que provocó en los alrededores del estadio. Lo de adentro, en cambio, no tuvo comparación. Y los viejos socios de la tribuna techada arriesgan que ese espectáculo no será superado, al menos en ese estadio.
River, con sus estrellas rutilantes, se llevó un empate hacia Buenos Aires. Carlos Mazzoni y Norberto Alonso se encargaron de marcar los goles. Y pese al reparto de puntos en su propia casa, el equipo santafesino quedó, por primera vez desde su fundación en 1907, a 90 minutos de la máxima gloria posible.
El desquite se jugó el 23 de diciembre, en una noche estrellada y sin luna. “Parecida a la del pacto”, pensó Avilita mientras se acomodaba en lo alto de la tribuna Centenario del estadio Monumental.
Julio Pereyra no vivió una jornada más. Se levantó tarde, con una sensación de expectativa que se resistía a abandonarlo, y que le impidió probar bocado. Apenas pudo comer un sándwich en los alrededores del estadio. Y al instalarse en la popular visitante ya le costaba ordenar sus pensamientos. Sabía, eso sí, que estaba en vísperas de uno de los momentos más importantes de su vida, pero no comprendía mucho más allá de eso.
Reaccionó cuando los equipos estuvieron en la cancha. Unión salió primero, con sus jugadores asumiendo en sus rostros el momento histórico que se aprestaban a protagonizar. Avilita, desde lo alto, reconoció a Cárdenas, a Telch, a Regenhardt, y a su preferido: el Turco Fernando Alí.
Luego llegó el turno de River, un combinado de figuras que parecía invencible. Estaban los mundialistas Fillol, Alonso y Passarella, pero también el Negro Jota Jota López, Ramón Díaz y Luque.
“Estos son la selección. ¿Cómo hacemos para ganarles?”, dijo un hombre de unos 50 años, ubicado a un costado de Avilita. El muchacho sonrió, y le dijo: “La única forma es hacer un pacto con el Diablo”.
El hombre, que vestía una camisa marrón, alejó la radio que transmitía el partido a centímetros de su oído derecho y le clavó la mirada, desaprobando la frase. No le dijo nada, pero tampoco hizo falta. Avilita se sintió violado en su intimidad, descubierto, y bajó la vista. El hombre, por su parte, volvió a encajar la radio en el oído y se olvidó del asunto.
El partido no fue como los analistas habían intentado pronosticar. River no se parecía a la máquina creadora de fútbol y fantasía que los diarios tanto promocionaban. Al contrario. Alonso no la tocaba y, por consiguiente, la defensa de Unión no pasaba los esperables sobresaltos.
Es más, Telch, Pitarch y Alberto, los mediocampistas de Unión, se las arreglaban para controlar a sus renombrados rivales y la lucha se hacía pareja. Sin gran interés, deslucida, pero pareja.
Avilita observaba de pie, con un nudo en la garganta. Sabía que Unión iba a ganar el partido y el campeonato, y pensaba que ése sería el momento más feliz de su vida, aunque luego viviera mil años más. Ver campeón a su equipo era un sueño insuperable.
Pero cuando promediaba el primer tiempo comenzó a sentirse mal, a tal punto que debió sentarse en la tribuna y prácticamente no vio el juego hasta que finalizó la etapa. El estómago le recordaba que el dolor existe y puede ser intenso, como aquella noche en la cancha de Ferro.
Todo el entretiempo estuvo sentado, sin moverse, sin hablar con nadie. Pensaba en su alma. “¿Hay un alma? ¿Cómo puedo saberlo?”. Avilita estaba siendo sometido a una tortuosa revisión de decisiones. Su conciencia lo estaba arrinconando, y el tema era el pacto.
Con el retorno de los equipos y el reinicio del juego, Avilita intentó concentrarse. Pero le resultaba difícil. Le transpiraban las manos, le costaba fijar la vista en el césped, y hasta diferenciar a sus jugadores.
En un momento, allá por los 20 minutos, lo logró. Fue en un avance de Unión, cuando Alí, escapando por el sector izquierdo, generó una acción de mediano riesgo a favor de los santafesinos. Avilita tuvo una sensación dual, desconocida. Quería que el delantero anotara el gol, pero en un segundo se sorprendió dudando de ello.
Luego se desesperó al descubrir que en realidad no quería que Unión consiguiera el triunfo ni el campeonato. “Un empate está bien. Decoroso subcampeonato, nosotros somos un equipo provinciano, ellos son como la selección nacional, nos volvemos contentos”, pensó.
Pero se dio cuenta de que ya era tarde para eso. Su alma estaba comprometida y Unión iba a ser campeón. A menos que deshiciera el pacto, pero no sabía como hacerlo.
Su desesperación iba en aumento a medida que los minutos pasaban. El técnico de Unión reemplazó al goleador Alí por el “loco” Eduardo Stehlik. “Menos mal”, pensó Avilita. Si había alguien que podía hacer un gol para Unión en la final, ése era Alí. Pero no alcanzaba con eso. Necesitaba romper el pacto y no conocía el procedimiento, si es que existía. Recordó que en la ceremonia se había reservado el derecho de renunciar un minuto antes de que se concretara.
Y ese minuto final estaba llegando. Avilita cayó postrado, apretando fuerte los ojos cerrados, buscando concentración. El estadio estaba en silencio y sólo se escuchaba el relato que traía la radio del hombre de camisa marrón, que estaba aún a su lado.
Avilita recordó la invocación satánica, pero prefirió hacer la señal de la Cruz. En su mente se mezclaba su propia voz con la del relator de la radio: “En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Amén”. “Minuto final en el Monumental y ataca Unión. Atención que hay peligro”. “Dios mío, pido perdón por haberme alejado tanto de vos”. “Recibe Stehlik por el sector derecho y encara hacia el área”. “Te pido me acojas en tu gracia y así me pongas a salvo del pacto”. “Stehlik superó a Héctor López y quedó mano a mano con Fillol, atención que va a definir...”. “Dios mío, renuncio a todo lo malo y me manifiesto tu hijo”.
Avilita ya no tuvo palabras. Había hecho todo lo que estaba a su alcance y no sabía si efectivamente había roto el pacto satánico. Se paró y observó el área de River. Ya no hacía falta escuchar la radio. Sus ojos estaban viendo como Stehlik enfrentaba a Fillol. El arquero campeón del mundo estaba desprotegido y el delantero de Unión tenía en sus pies la máxima alegría posible para los suyos. Avilita observaba...
Stehlik remató con la pierna derecha. La pelota salió con fuerza buscando la red adversaria. Miles de santafesinos la impulsaban con sus miradas desde la tribuna visitante. En esa acción se jugaban muchas cosas, entre ellas prestigio, dinero, gloria deportiva. Avilita sabía que además estaba su alma de por medio.
Ubaldo Fillol era sin dudas el mejor arquero del mundo, y muchos se animaban a nombrarlo como el más grande de la historia. Su actuación en el Mundial 78 había sido consagratoria. Pero al partir el disparo de Stehlik pareció que el balón sólo frenaría su vuelo dentro del arco.
Pero Fillol, en una atajada descomunal, garantizó el cero en su valla y le aseguró el campeonato a River, que festejó porque el reglamento le dio doble valor al gol logrado por Alonso en el partido de ida, por haber sido anotado en campo visitante. “La tapada de Fillol fue sobrehumana”, dijo el relator de la radio. Avilita, que no escuchaba los lamentos de sus compañeros de tribuna, estaba seguro de que había sido así.
El partido terminó y sobrevino el festejo de los parciales riverplatenses, que llevaron en andas a sus héroes. Avilita observó sin demasiado interés, casi sin dolor. Estaba como adormecido, pero analizaba todo lo que había vivido en las últimas semanas. Se preguntó, mientras el estadio quedaba a oscuras, si había conseguido romper el pacto o si Fillol era tan grande como para ir contra el mismísimo Diablo.
Sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo del pantalón. Estaba arrugado pero igual tomó uno y lo encendió. Dio una profunda bocanada, hasta sentir el humo en el estómago. En los alrededores todavía se escuchaban los bocinazos de festejo y salió despacio hacia afuera del estadio. Al llegar a la esquina, mientras pensaba qué colectivo tomar para ir a la casa de su primo, vio reflectores encendidos y cámaras de televisión en el acceso principal del Monumental. Y tranquilo como estaba, se acercó a curiosear. Un periodista estaba reporteando a Fillol, el último de los jugadores en retirarse.
Avilita lo miró fijamente, y el arquero se dio cuenta de eso. Entonces el muchacho se acercó, lo abrazó fuerte, y le dijo al oído: “Pato, te mandó Dios”. Luego se fue.
El periodista le preguntó a Fillol qué le había dicho aquel hincha, que él supuso de River, y éste repitió la frase de Avilita.
“Debe ser lindo sentir tanto cariño”, le dijo el cronista al arquero.
Fillol acomodó el bolso que colgaba de su hombro derecho y observó a su interlocutor. Su rostro denotaba cansancio y satisfacción. Entonces contestó: “Los hinchas son demasiado generosos con nosotros. Esto es apenas fútbol, y ellos te agradecen un campeonato como si les devolvieras el alma...”.


Germán Ulrich